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La exposición se inscribe en la línea iniciada con 'Identidades' (2024), pero introduce un giro hacia lo relacional: ya no se trata solo de preguntarnos '¿quiénes somos?', sino '¿cómo habitamos el mundo junto a otras personas?'. Las esculturas funcionan como cartografías fragmentarias del ser.

El cuerpo a tamaño real se presenta como un cúmulo de experiencias. Su superficie desgastada, trabajada con procesos de oxidación controlada, simboliza la transformación constante que toda persona atraviesa. El arte se convierte aquí en una “redistribución de lo sensible”, en una forma de visibilizar aquello que normalmente permanece oculto: el paso del tiempo, la huella de la memoria, la fragilidad y la resistencia del cuerpo.